Tuvo lástima y decidió acercarse. Mientras lo hacía, un gigantesco oso se asomaba entre los árboles, arrastrando los despojos del animal que acababa de devorar; pero pareció no interesarle el zorro; de hecho, le dejó caer los restos a su lado. Éste se lanzó sobre la carne que quedaba con gran ansiedad.
Al día siguiente, el oso nuevamente había dejado un comida cerca del famélico animal.
Al volver al bosque el tercer día, la escena se repetía.
El hombre reflexionó:
Si Dios se preocupa tanto por el zorro, ¿cuánto más se preocupará por mí...?
Mi fe debaría ser más fuerte, debo aprender a confiar en Dios tanto como el zorro.
Luego, se arrodilló, y, con la mirada puesta en el cielo, exclamó:
-Señor, el zorro ha demostrado lo que es tener fe. Me entrego a Tí en cuerpo y alma. Confío en que me cuides, así como el oso asiste al zorro. Y se recostó en el suelo, esperando que Dios se ocupara de él.
Pasó un día y no sucedió nada. Empezó a tener hambre.
Otro día y seguía sin ocurrir nada. Comenzó a mosquearse.
Al tercer día, sin rastros de Dios, se enfadó.
- Quieres a ese zorro más que a mí.
¿Por qué no te ocupas de mí, con lo mucho que confío en ti? ¿Por qué no me alimentas?.
Por fin, el hambre lo obligó a volver al pueblo. En una de las calles, vió a un niño hambriento.
No pudo contenerse, y manifestó su ira:
-¿Por qué no haces nada para ayudar a este pobre niño?.
- Lo hice, respondió Dios. Te he creado a tí. Pero en tu mediocridad, seguiste el ejemplo del zorro, y no el del altruista oso.
Adaptación de una fábula árabe.
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