En una escuelita rural había una estufa de carbón muy antigua.
Un niño era el encargado de llegar temprano y encenderla, para calentar el aula, antes de que llegaran su maestra y compañeros.
Una mañana, al llegar, encontraron la escuela envuelta en llamas.
Sacaron al niño, inconsciente, más muerto que vivo. Tenía quemaduras graves en la mitad del cuerpo, y lo llevaron de urgencia al hospital.
En la cama, horriblemente quemado, y semi inconsciente, oía al médico hablarle a su madre. Decía que seguramente su hijo moriría: que era lo mejor que podía pasar, pues el fuego había destruído la parte inferior de su cuerpo.
Pero el valiente niño quería vivir. De alguna manera, y para sorpresa de todos, sobrevivió.
Una vez superado el riesgo de muerte, volvió a oír a su madre y al médico hablando despacito. Dado que el fuego le había dañado tanto las extremidades inferiores -decía el médico- habría sido mejor que muriera, pues estaba condenado a ser inválido.
Una vez más, el niño tomó una decisión: ¡caminaría!
Aunque, de la cintura para abajo, no tenía motricidad: sus piernitas colgaban sin vida.
Finalmente, le dieron de alta. Todos los días, su madre le masajeaba las piernas, pero no había sensación, ni control, nada.
No obstante, su determinación de caminar era más fuerte que nunca. Cuando no estaba en la cama, estaba confinado una silla de ruedas.
Una mañana soleada, la madre lo llevó al patio a tomar aire fresco.
Ese día, en lugar de quedarse sentado, se tiró de la silla.
Se impulsó sobre el césped arrastrando las piernas y llegó hasta el cerco que rodeaba su casa, trepándolo.
Allí, poste por poste, comenzó a avanzar.
Hizo lo mismo todos los días, hasta dejar una pequeña huella junto al cerco. ¡Quería darle vida a esas piernas!
Por fin, gracias a las oraciones y masajes de su madre, su persistencia férrea y su resuelta determinación, desarrolló la capacidad, primero de pararse, luego de caminar tambaleándose, finalmente caminar solo, y después... ¡correr!
Iba caminando al colegio, luego corriendo, por el solo placer de hacerlo.
Más adelante, en la universidad, formó parte del equipo de carrera sobre pista.
Tiempo después, en el Madison Square Garden, este joven, que no tenía esperanzas de vida, que jamás caminaría, que nunca tendría la posibilidad de correr: este joven determinado, Glenn Cunningham, ¡llegó a ser el atleta más veloz el mundo!
lunes, 2 de marzo de 2009
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