sábado, 1 de noviembre de 2008

Temple de Acero

Cuenta la historia del herrero que, después de una juventud llena de excesos, decidió entregar su alma a Dios.
Durante muchos años trabajó con ahínco, practicó la caridad, pero, a pesar de toda su dedicación, nada perecía andar bien en su vida, muy por el contrario sus problemas y sus deudas se acumulaban día a día.
Una hermosa tarde, un amigo que lo visitaba, y que sentía compasión por su difícil situación, le comentó:

- “Realmente es muy extraño que justamente después de haber decidido volverte un hombre temeroso de Dios, tu vida haya comenzado a empeorar. No deseo debilitar tu fe, pero a pesar de tus creencias en el mundo espiritual, nada ha mejorado.”

El herrero no respondió enseguida, él ya había pensando en eso muchas veces, sin entender lo que acontecía con su vida, sin embargo, como no deseaba dejar al amigo sin respuesta, comenzó a hablar, y terminó por encontrar la explicación que buscaba. He aquí lo que dijo:

“En este taller yo recibo el acero aún sin trabajar, y debo transformarlo en espadas. ¿Sabes tú cómo se hace esto? Primero, caliento la chapa de acero a un calor infernal, hasta que se pone al rojo vivo, enseguida, sin ninguna piedad, tomo el martillo más pesado y le aplico varios golpes, hasta que la pieza adquiere la forma deseada. Luego la sumerjo en un balde de agua fría, y el taller entero se llena con el ruido y el vapor, porque la pieza estalla y grita a causa del violento cambio de temperatura. Tengo que repetir este proceso hasta obtener la espada perfecta, una sola vez no es suficiente.”

El herrero hizo una larga pausa, y siguió:

- “A veces, el acero que llega a mis manos no logra soportar este tratamiento. El calor, los martillazos y el agua fría terminan por llenarlo de rajaduras. En ese momento, me doy cuenta de que jamás se transformará en una buena hoja y entonces, simplemente lo dejo en la montaña de fierro viejo que ves a la entrada de mi herrería.”

Tras otra pausa, el herrero terminó:

- “Dios me está colocando en el fuego de las aflicciones. Acepto los martillazos que me da, y a veces me siento tan frío e insensible como el agua que hace sufrir al acero. Pero la única cosa que pienso es: Dios mío, no desistas hasta que yo consiga tomar la forma que Tú esperas de mí. Inténtalo de la manera que te parezca mejor, por el tiempo que quieras, pero nunca me pongas en la montaña de fierro viejo de las almas.”

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